Debido a la situación particular que ha causado el COVID, se ha generalizado el uso de tapabocas o mascarillas.
Los mismos son una herramienta valiosa para la disminución del contagio, sin embargo, su uso prolongado trae una complicación, que aunque no logra tener significancia clínica, altera de manera sutil la calidad de vida de los usuarios.
Al respirar a través de un tapabocas, parte del dióxido de carbono (CO2) exhalado queda suspendido dentro del mismo. Al re inhalarse junto con el aire, aumenta levemente su concentración en la sangre y disminuye levemente la concentración de oxigeno (O2).
Aunque esta concentración no se aproxima a valores de riesgo, sí tiene efecto en la sensibilidad corporal general.
Mientras que el oxígeno en sangre aumenta el umbral de dolor y por lo tanto disminuye la sensación de dolor en todo el cuerpo (por ejemplo la sensación de alivio al respirar en la ventana abierta de un vehículo en movimiento), el dióxido de carbono causa el efecto contrario, disminuyendo el umbral del dolor y por lo tanto generando irritabilidad sensitiva.
Si bien esta dinámica no acarrea ningún riesgo de salud inmediato, sí disminuye la calidad de vida al facilitar la formación de contracturas e irritabilidad emocional.
El trabajo sedentario predispone al dolor corporal y los problemas posturales, y el uso prolongado del tapabocas agrava esa tendencia.
Por lo antes explicado, si la persona está expuesta a una rutina de esas características, es recomendable prestarle mayor atención a la respiración y a la relajación muscular, siendo deseable dedicar un tiempo para respirar de manera profunda al aire libre, sin tapabocas.
De esta manera se reduce en gran medida el factor de molestia generado por las mascarillas, sin perder la eficacia que brinda su uso en la prevención del contagio.